jueves, 12 de diciembre de 2013

Aventura 3 - Historia 3: El castillo abandonado de la isla impenetrable

¡Hola aventureros!
¡Vuestra tercera aventura! Es difícil parar cuando has empezado, verdad? Nosotros, los Piratas de Marimontaña, en cuanto descubrimos lo divertido que podían ser las aventuras también en la montaña, y no sólo en el mar (¿Os acordáis de la historia que os conté de nuestra primera aventura en la montaña?), cada vez hacíamos aventuras más largas, más lejos, y, en ocasiones, más arriesgadas. Una de las más arriesgadas fue nuestra aventura en el castillo abandonado de la isla impenetrable. Eugenia la Montaingenios había leído que había un pequeño castillo en una pequeña isla con una gran tesoro, pero que sólo aparecería con el sol de mediodía del solsticio de verano. "¿Qué es el solsticio de verano?", le preguntamos. Y ella explicó: "Es el día más largo del año, y cuando la altitud del Sol al mediodía es máxima. ¡Y da la casualidad de que sólo faltan 3 días!".
No hacía falta decir más: ¡Nos íbamos de aventuras! Estuvimos navegando dos días buscando la pequeña isla del castillo abandonado hasta que al final, al amanecer del tercer día, la encontramos. ¡Estaba rodeada de acantilados! ¿Cómo íbamos a llegar al castillo? Escalar el acantilado podía ser bastante peligroso y no todos teníamos fuerza suficiente. Pero entonces Miguel-Ángel el Mega-ágil dijo: "¡Capitán, usted déjemelo a mi!" y sin más explicación cogió una larga cuerda del barco y se puso a escalar, el sólo, aquel peligroso acantilado. Fue subiendo, lento pero seguro, cogiéndose a salientes y agujeros, mientras mirábamos con el corazón en un puño. Finalmente, llegó a lo más alto y respiramos aliviados y contentos. "¡Hurra!" Pocos segundos después Miguel-Ángel el Mega-ágil arrojó un extremo de la cuerda y todos pudimos subir. Había sido arriesgado, pero nuestras aventuras aún no habían terminado. Al acercarnos al castillo abandonado vimos que estaba rodeado de un profundo foso, y del puente que lo cruzaba sólo quedaba unos estrechos tablones. "¿Y ahora qué?" pregunté en voz alta. Si alguien perdía el equilibrio cruzando por una pasarela tan estrecha podría caer al foso del castillo! "¡Ya lo tengo!" exclamó Eugenia la Montaingenios, "Podemos tensar la cuerda de un lado a otro y utilizarla de barandilla para no perder el equilibrio! Sólo necesitamos a alguien que pueda cruzar primero sin cuerda..." Todos nos giramos hacia Miguel-Ángel el Mega-ágil, pero éste ya iba a medio camino de la pasarela, con los brazos estirados a los lados y la cuerda entre los dientes. Un paso, luego otro, luego otro más, hasta que, por fin, llegó al otro extremo del foso. "¡Hurra!" Yo cogí el extremo de la cuerda y, con Miguel-Ángel el Mega-ágil estirando desde el otro lado, tensamos la cuerda. ¡Ya teníamos una barandilla para cruzar el foso con seguridad!
¡Ya podíamos explorar el castillo abandonado! Era pequeñito, pero chulísimo, y lo pasamos tan bien explorándolo que casi se nos olvida que estábamos buscando un tesoro! Sin embargo, no encontramos ningún tesoro por ninguna parte. Entonces me fijé en el pozo que había en el centro del castillo y, mirándolo con atención (os recuerdo que me llaman Fulgencio el Ojoatento), me di cuenta de que no había ninguna polea o similar para subir el agua. Intrigado, cogí una piedra y la tiré dentro. Pero en vez de un 'chof', lo que oí fue un 'Cloc'. "¡El pozo no es un pozo! ¡Es un pasadizo secreto!" Todos nos acercamos corriendo. Rápidamente pasamos la cuerda por una anilla cercana y, cogiendo los dos extremos, destrepamos al fondo del pozo, de donde partía un oscuro pasadizo. ¡No se veía nada! "No os separéis", les ordené, "puede ser muy peligroso caminar por este viejo pasadizo sin ver nada, así que nos ataremos todos con la cuerda y yo iré delante. Así no nos separaremos y si alguien se cae en algún agujero lo aguantaremos entre todos." Y así lo hicimos. Caminábamos despacio, tanteando las paredes con las manos y el suelo con cuidado con los pies. Finalmente, después de varios minutos avanzando lentamente en la oscuridad, vimos una débil luz y llegamos a una amplia sala. La luz provenía de un estrecho agujero en lo alto del techo, pero sólo sirvió para que viéramos, en la penumbra, que la sala estaba completamente vacía. Allí no había ningún tesoro.
Decepcionados, estábamos a punto de volver cuando Eugenia la Montaingenios nos detuvo: "¡Esperad! Sólo quedan unos minutos para que sea mediodía. Creo que deberíamos esperar aquí." Los demás nos miramos y nos encogimos de hombros. No teníamos nada que perder, así que nos sentamos en círculo a esperar.
Y entonces ocurrió algo maravilloso: cuando fuera el sol alcanzó su punto más alto en el cielo, sus rayos entraron directamente a través del estrecho agujero del techo y, tras reflejarse en una serie de espejos, iluminó el techo abovedado de la sala y cientos de pequeños puntos empezaron a brillar. ¡Eran brillantes y piedras preciosas incrustadas en el techo! Y lo más maravilloso: ¡cada brillante representaba una estrella! Los antiguos dueños del castillo habían puesto todas las constelaciones y estrellas que conocíamos! La Osa Mayor, la estrella Polar, la constelación de Orión, etc., etc., etc. Y entonces, tras unos minutos, el sol siguió su curso y los diamantes-estrellas empezaron a apagarse... ¡Había sido maravilloso!

Naturalmente, no cogimos ninguno de los diamantes-estrella. Los habríamos podido vender por muchísimo dinero y ser muy ricos, pero entonces no habríamos podido volver a disfrutar del magnífico espectáculo que ofrecía esa sala secreta. Eso sí, a partir de ese día, cada año, para el solsticio de verano, cogemos nuestro pequeño barco y vamos a ese pequeño castillo abandonado, en esa pequeña isla rodeada de acantilados, y disfrutamos de un magnífico tesoro.

Por cierto, viendo lo útil que nos había sido la cuerda en aquella aventura decidimos, a partir de entonces, llevar siempre una en la mochila cuando fuéramos de aventuras. Y en muchas más ocasiones nos fue de gran ayuda.


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